La reciente destitución de la Junta Directiva del Banco Nacional de Costa Rica no debe interpretarse como una mera decisión administrativa, sino como una señal de alerta ante el deterioro de la autonomía institucional. Cuando se castiga la independencia y se premia la obediencia, el país entero paga el precio.
“La autonomía del Banco Nacional no es un privilegio: es una condición indispensable para proteger los ahorros de los costarricenses, garantizar decisiones técnicas y blindar la gestión financiera de influencias político-partidarias.”
Con estas palabras inicia un llamado de alerta que surge a raíz de la decisión del Poder Ejecutivo de destituir a toda la Junta Directiva del Banco Nacional, una acción que muchos interpretan como un quiebre ético y un golpe directo a la independencia institucional.
La preocupación principal radica en que este acto no representa simplemente un cambio en la administración, sino que sienta un peligroso precedente: que las decisiones dentro de una entidad financiera pública puedan tomarse en función del deseo político y no del bienestar colectivo.
“Las instituciones no están hechas de ladrillos, están hechas de principios. Y cuando esos principios se entregan sin cuestionamiento al poder político, lo que se pierde no es solo una estructura, es la esencia de lo que representan”, señala el pronunciamiento.
Para quienes defienden el Estado de Derecho y la arquitectura democrática del país, esta situación debe encender todas las alarmas. Lo que ocurrió con el Banco Nacional pone en riesgo la confianza ciudadana en el sistema bancario y abre la puerta a una intervención directa del Ejecutivo en decisiones que deben ser técnicas, no políticas.
“Hoy fue el banco. Mañana, ¿quién más?”, concluye la advertencia.