Mario Ramírez Granados, Abogado.
“Si las películas de horror tienen un valor social redentor es debido esa capacidad para establecer lazos entre lo real y lo irreal: establecer subtextos. Y debido a su atractivo masivo, dichos subtextos a menudo son representativos de toda una cultura”
Stephen King, Danza Macabra
Desde las primeras historias orales, los relatos de terror se convertían en mecanismos no solo para entretener sino para hacer crítica social velada como reflexiones sobre la identidad o incluso dar lecciones de corte moral a sus oyentes, introduciendo puntos de vista, nombrando peligros y advirtiendo de las consecuencias de ciertas conductas. Así surgieron clásicos como los Cuentos de Grimm, o las leyendas costumbristas de espantos y aparecidos de nuestro medio, hasta las ficciones contemporáneas como El cuento de la criada de Margaret Atwood.
Dentro de la tradición cultural, surgen obras que tiene la capacidad de dar una nueva dimensión a recursos que se consideran manidos o sobreutilizados como El extraño caso del Dr. Jekill y Mr Hyde, que reinventó el tema del doble, así como la exploración del bien y el mal, o el Retrato de Dorian Grey, que construyo las consecuencias de los pactos fáusticos desde el decadentismo.
Bajo esta concepción, la magia de la literatura no consiste en repetir hasta la sociedad un discurso moral o político, sino que es una forma de nombrar lo indecible y conjurarlo, mediante una imagen que describe y resume a grupos de la sociedad o una época, o que puede actualizar los miedos o peligros que subsisten en los márgenes de la sociedad, dándoles una nueva vigencia. Tal vez por eso, los géneros como el terror y la fantasía perduran a pesar de sus críticos.
Con el auge del cine, a principios del siglo XX y su ascenso vertiginoso como industria cultural, muchos de los clásicos literarios se adaptaron en formato cinematográfico, convirtiéndolos en iconos de la cultura popular como el vampiro de Nosferatu (1922) o Frankenstein (1931).
Pero, a mediados del siglo XX, surgieron nuevos peligros más cercanos a la vida de la gente como la criminalidad, o la desconfianza hacia el desarrollo de la nueva tecnología; que impactaron a la industria cultural, desplazando a los temores sobrenaturales y dando paso a ficciones que expresaban los peligros del afuera y de adentro.
Así durante los sesenta, los monstruos literarios fueron desplazados por películas como Psicosis (1960) o Los ojos sin rostro (1960), donde el peligro a ser asesinado era algo mucho más palpable y podía venir de cualquiera, incluso de gente respetable: el género slasher (puñalada) había nacido., pero tomaría su forma definitiva con los asesinos enmascarados de Halloween (1978) o Viernes 13 (1980).
El otro peligro que empezó a tomar forma fue el temor a perder el control del propio cuerpo, a través de los trabajos de autores como los directores estadounidenses David Lynch, Stuart Gordon y Brian Yuzna, el canadiense David Cronenberg o el dibujante japones Junji Ito, quienes presentaban historias que utilizaban lo grotesco o el asco para despertar emociones en el público, y terminaron dando forma al body horror (terror corporal) como un subgénero con características propias.
Tal vez la película más conocida de este subgénero, que expone la potencia del horror corporal es la película La Mosca (1986) un remake de una película de 1958, que tomó vida propia, al presentar como Seth Grundle, un científico que experimenta con la teletransportación y sus genes se entrecruzan con los de una mosca que se encontraba en la capsula de teletransportación. Parte de la fuerza de la película es que, en lugar de mostrar un típico monstruo, al que hay que destruir, se opta por mostrar el proceso de transformación de Grundle, generando que el espectador pueda sentir emociones a lo largo de la película que van desde el asco hasta la compasión.
La sustancia como fenómeno cultural
Como se dijo, cada cierto tiempo irrumpe una obra que tiene el poder de transmitir problemas o emociones universales, y convertirse en un fenómeno cultural, como sucedió en su momento con Joker (2019) o en la actualidad con la película La sustancia (2024) de la directora francesa Coralie Fargeat y su retrato de la sociedad del espectáculo.
Si bien existen obras como Cantando bajo la lluvia (1952) o El Artista (2011) que muestran como la introducción de nuevas tecnologías como el cine sonoro truncaron la vida de personas inmersas en el medio del espectáculo, Fargeat nos ofrece otro acercamiento a las vicisitudes de la industria del entretenimiento, presentando su funcionamiento hasta la caricatura, centrando la mirada en los programas de rutinas de ejercicios, de moda durante las décadas de los años ochenta y noventa, que les dieron nuevo aire a estrellas del cine como Jane Fonda o Cher.
En la propuesta de Fargeat, la protagonista Elizabeth Sparkle (Demi Moore) es un trasunto de este tipo de artistas: una presentadora exitosa, ganadora de premios pero que ha sido víctima del paso del tiempo, por lo que su trayectoria o premios desde una visión machista es insuficientes, y un día simplemente deciden echarla por considerar que tener una presentadora de 50 años, a pesar de que se mantenga en forma, aleja audiencias más jóvenes y reemplazarla por un rostro más fresco.
Esta decisión lleva al desconcierto a Elizabeth, la cual por un accidente llega a tener contacto con un proveedor dudoso que le ofrece un tratamiento milagroso que restaure la juventud perdida, mediante un líquido acelerador que fomenta la división celular y permite el desarrollo de un cuerpo más joven y agraciado, de duración semanal, debiendo alternar con el cuerpo original de Elizabeth, una semana cada una, por lo que cada quince días debe repetir el proceso.
Como en Jekyll y Hyde, Elizabeth y su doble están condenadas a compartir el mismo cuerpo, turnándose, pero Elizabeth cuando se da cuenta del efecto que despierta su nuevo cuerpo, al que llama Su, deja de usar su cuerpo viejo y trata de convertirse en una nueva persona.
Así el encanto inicial de volver a vivir la juventud da lugar a la competencia feroz, donde Su no duda en trasgredir las reglas, a fin de no perder las oportunidades que se le presentan debido a su juventud, buscando romper con su lastre, aunque ese lastre sea ella misma.
Si bien la temática se ha explorado previamente en cine y literatura, el acierto de “La sustancia” es la utilización de efectos prácticos y de cámara, para inquietar a la audiencia usando recursos del terror corporal, y mediante las actuaciones que enfatizan la hostilidad del medio del espectáculo y la pérdida de identidad de Elizabeth.
Tal vez lo más aterrador de la película, es que pese a que se trata de una caricatura del medio del espectáculo, que encuentra base en un arraigado miedo social al envejecimiento, que prefiere esconder un proceso natural, cayendo en una extensión artificial de la juventud, torturando al cuerpo hasta los límites de la belleza y la salud, sino que tiene la capacidad de interpelarnos y mostrar cómo nos pesan las miradas y los estándares, y permite construir subtextos que escapan a la reflexión sobre la belleza.
Así, por ejemplo, más allá de la aparente superficialidad del aspecto físico, existen miedos reales como la perdida de trabajo en la edad madura, la angustia por el futuro, o la enfermedad que llevan a existencias frustrantes que tratan de mantener una estabilidad, en el contexto de sociedades cada vez más desiguales.
Tal vez por esto, La sustancia se vuelve una obra divisiva, difícil de ver tanto por el uso de recursos poco habituales para las audiencias promedio, como por la posibilidad de nombrar peligros actuales. pero tal vez este rasgo es lo que la vuelve una obra necesaria.