Carolina Gölcher Umaña, Psicóloga y Psicoanalista.
Antes de aventurarme a ensayar alguna posible respuesta, vendría a cuento cuestionarnos si el asunto de la mezquindad es un síntoma de alguna patología de las subjetividades, asociada a este momento particular de la historia del mundo o, por el contrario, va a inmortalizarse y tiranizar, de ahora en adelante, las formas de vincularse.
Al respecto, les comparto, sin ninguna obligación de aceptarlas, una serie de proposiciones concebidas a lo largo de muchas horas de estudio y de lectura, pero, sobre todo, a través de muchos encuentros y desencuentros:
- El mezquino hace lo que hace solo por él mismo.
- En su egoísmo, encuentra en el acto de ser miserable con el prójimo, su única relación deseable con el mundo.
- Un sujetomezquino pensará en otro sólo cuando él quiere, no cuando el segundo lo necesite, es decir, es alguien a quien no le interesa nadie.
- La soberbia y la ingratitud son sus valores supremos.
- El mezquino se cree merecedor de los dones del otro y subestima tanto el esfuerzo como los atributos ajenos.
- Se blinda sobre la base del odio que humilla y necesita despreciar al otro, como condición de presumir la jerarquía propia.
- En su imaginación calenturienta el mezquino mima su ego, ese algo que, en el fondo, no es nada.
- No acepta heridas a su narcicismo y reacciona con furia cuando algo lastima el espejismo de sí.
- Es el representante máximo de la sobrevaluada “importancia de uno mismo”.
- El mezquino es ese niño al que no le enseñaron a dar, y, en ese afán denegatorio solo hace lazo consigo mismo.
- Vive puliendo rasgos egocéntricos y endogámicos, emanando un resentimiento aislado y extremo y demandando la compensación infantil de la que todavía se siente privado.
Ahora bien, nadie más que el mezquino mismo, puede estar claro de los motivos conscientes que realmente provocan sus acciones y cuando los motivos son vergonzosos, quizá ni siquiera el mezquino admita para sí mismo la verdadera naturaleza de sus deseos.
En cuanto a los rasgos identitarios anteriores, podemos encontrar algunas de sus coordenadas en los aportes de la historiadora Elizabeth Roudinesco, para quien la enorme expansión en el mundo occidental de las terapias de la felicidad, del coaching, del desarrollo personal, de las curas de meditación, de los institutos de resiliencia y otros grupos de exaltación o reparación del yo, unido al consumo creciente de psicotrópicos —mucho mayor que en las terapias psiquiátricas clásicas— delata una incapacidad social para enfrentar la cuestión de la felicidad, ideal colectivo e individual, tal como lo habían concebido los filósofos de la Ilustración, dando en su lugar paso a un culto al individuo sin compasión.
Por otra parte, las prácticas actuales, en las que prevalece el interés propio, apuntan a lo que se conoce como el “egoísmo psicológico” (concepto atribuido a Thomas Hobbes) según el cual, ningún hombre puede actuar voluntariamente sin tener como objeto su propio bien personal. Es un egoísmo fáctico, descriptivo, un hecho de la naturaleza incontestable: el único motivo para la acción humana es el interés propio. Según esta interpretación, para Hobbes actuamos efectivamente a partir de nuestros motivos, que surgen de lo que nos parece beneficioso, dicho de otra manera, la naturaleza humana es egocéntrica y auto motivada. Cabe aclarar que dicha teoría es una descripción de hechos psicológicos y no una prescripción de ideales éticos, puesto que, en términos sociales, no hay mayor violencia que el cinismo y la aceptación obscena de la “naturaleza humana”.
No es un secreto que vivimos tiempos mezquinos. El auge del capitalismo noqueó a la cooperación, lo que provoca un enfrentamiento de egoísmos contrapuestos por hacerse con el primer lugar en la mal llamada «sana competencia», temiendo perder y sufriendo el martilleo constante de que solo podemos contar con nosotros mismos. Cuando a las personas solo se les enseña a competir, la consecuencia es una sociedad precaria y la mezquindad es una de las posibles respuestas al temor a ser devorados por el sistema.
Si Lacan menciona que lo único auténtico en el ser humano es su manera de sufrir, al extrapolar esa afirmación, podríamos reflexionar que la falta de generosidad y la pobreza de espíritu son, hoy por hoy, algunas de las formas que se impone la sociedad para sufrir.
Al final, la vida que arde no se consuela entregándonos a los algoritmos, ni regalando migajas de pan, haría falta encontrarnos todos a mitad de camino, entre el justo deseo de auto conservación y el bien común.
