“Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura (…) la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”.
Así comienza Dickens su Historia de dos ciudades, publicada en Gran Bretaña en 1859, mientras Santiago Ramón y Cajal, un niño de siete años, vivía con su familia en el pueblo aragonés de Valpalmas, donde su padre ejercía la modesta profesión de cirujano de segunda. A Cajal le quedaba casi medio siglo para ganar el Nobel en Medicina en reconocimiento a sus trabajos sobre la estructura del sistema nervioso, “esa obra maestra de la vida”, en sus propias palabras.
Lo decimonónico
La narración de Dickens comienza en tiempos de Luis XVI, lo que cronológicamente ubica la acción en el siglo XVIII, pero en términos sociales y culturales ya es el XIX, porque lo decimonónico califica un siglo que dura más de cien años.
El siglo nació entre las primeras aplicaciones prácticas de la máquina de vapor y la toma de la Bastilla, y murió desangrado en las trincheras de la I Guerra Mundial. Es en este tiempo cuando, de la mano de la ciencia y la tecnología, por primera vez parece que todo es posible: desde unir océanos a través de canales a terminar con enfermedades hasta entonces incurables. Es la edad en que las revoluciones finiquitan el Antiguo régimen, convierten súbditos en ciudadanos y al poder político en objeto de control. Es la época de mil manifestaciones nuevas de arte (el impresionismo, las vanguardias, la fotografía, el cine…)… la primavera de la esperanza. Pero es también la era de una Europa desgarrada (una vez más) por sucesivas guerras, de la reinvención de la esclavitud encarnada en proletariado industrial y miseria urbana, del colonialismo salvaje… el invierno de la desesperación.
Lo decimonónico es el contexto de Charles Dickens y de buena parte de la vida de Santiago Ramón y Cajal. Una apoplejía terminó con el escritor inglés en 1870, el mismo año en que, ya con dieciocho, Ramón y Cajal comenzó a estudiar medicina en Zaragoza.
Militar en Cuba
España, el imperio colonial hegemónico del XVI, iba lentamente a menos, y en el contexto del XIX ya se mostraba como la sombra de un hermano mayor quebrado por la vejez. Tras el auge y caída de Napoleón, Gran Bretaña tomó el relevo.
En 1873, tras titularse en medicina, Ramón y Cajal cumplió el servicio militar y ganó unas oposiciones al Cuerpo de sanidad militar convocadas por el Gobierno de la recién proclamada Primera República. Entonces viajó a su primer destino: Cuba, en el marco de la llamada Guerra de los Diez Años, la primera de las tres guerras de independencia en la isla caribeña.
Cajal confesaba a un compañero de estudios apellidado Cenarro:
“Me devora la sed insaciable de libertad y de emociones novísimas. Mi ideal es América, y singularmente la América tropical, ¡esa tierra de maravillas, tan celebrada por novelistas y poetas! Sólo allí alcanza la vida su plena expansión y florecimiento. Orgía suntuosa de formas y colores, la fauna de los trópicos parece imaginada por un artista genial, preocupado en superarse a sí mismo. ¡Cuánto daría yo por abandonar este desierto y sumergirme en la manigua inextricable!”
Decepcionado por la realidad que encontró en ultramar y enfermo de disentería y paludismo, regresó a la península en 1875, compró un microscopio, orientó su actividad médica hacia la investigación, se doctoró en Medicina (1877) y obtuvo sucesivas cátedras en Valencia, Barcelona y Madrid.
El Premio Nobel y que inventen ellos
Los descubrimientos de Newton hace trescientos cincuenta años hoy serían insuficientes, pero constituyen la base sobre la que se cimienta nuestra actual comprensión de la física. Lo que Ramón y Cajal descubrió a finales del XIX es la base sobre la que se cimenta nuestro actual conocimiento del cerebro; en palabras del neurocientífico Fernando Reinoso:
“Cajal definió la teoría neuronal, en la que sigue apoyándose la neurociencia del tercer milenio. Por eso Cajal es considerado como el fundador de la Neurociencia moderna (…) Pero, además, (…) hizo descubrimientos trascendentes en temas de desarrollo, degeneración, regeneración y plasticidad del sistema nervioso, en los que aún sigue siendo pionero”.
En 1906, recibió el Premio Nobel en Fisiología y Medicina (compartido con Camillo Golgi, con quien mantuvo diferencias académicas y personales). Y el reconocimiento internacional y los méritos correspondientes no se obtuvieron en el rico caldo de cultivo de una potente universidad anglosajona, sino desde una sociedad española orgullosamente reacia a la ciencia y la tecnología; el mismo año en que Cajal recogía su Nobel, Unamuno ponía en boca de un personaje de ficción: “inventen, pues, ellos y nosotros nos aprovecharemos de sus invenciones”.
La alquimia y lo sobrenatural
Newton, furtivo, practicó la alquimia y estudió cábala. Ramón y Cajal se interesó por el espiritismo y escribió ciencia ficción; y no debe sorprender.
El XIX es cuando los científicos descubren la existencia, el poder y el encanto de lo invisible, una realidad inaccesible a la percepción humana cuyos efectos pueden confundirse con la magia o lo sobrenatural, pero que la tecnología va permitiendo estudiar y conocer: microorganismos, electricidad, magnetismo, radiación… ¿y si la ciencia también pudieran alcanzar otras posibles realidades invisibles?, ¿y si el más allá también existiera y pudiera estudiarse?
No es extraño que Edison dedicara tiempo a diseñar un aparato para comunicarse con los muertos; o que no pocos científicos (incluyendo premios Nobel como Pierre y Marie Curie o Charles Robert Richet) se interesaran por el espiritismo.
Santiago Ramón y Cajal no fue una excepción, y durante años se acercó a este fenómeno, lo practicó, lo estudió y, tras descubrir fraudes, se desengañó y concluyó que “a la luz de la más sencilla crítica, se disipaban cual humo todas las propiedades maravillosas de los médiums”.
El eco de Frankenstein
En el XIX nació la ciencia ficción: el Frankenstein de Mary Shelley en 1816, algunos relatos de Poe en los años treinta, Julio Verne en la segunda mitad de siglo, H.G. Wells a finales. No es raro que una mente inquieta y creativa como la de Ramón y Cajal explorara este género y escribiera y autoeditara para su círculo íntimo cinco historias bajo el título de Cuentos de vacaciones: Narraciones pseudocientíficas.
También escribió sobre sí mismo y sobre su visión del mundo: Recuerdos de mi vida , Cuando yo era niño: la infancia de Ramón y Cajal, contada por él mismo o El mundo visto a los ochenta años; impresiones de un arteriosclerótico. Ramón y Cajal también fue un literato de altura.
¿Todo esto nos sirve para conocer mejor a Ramón y Cajal? Sí, pero no es suficiente, nunca es suficiente. Solo hay una forma posible de conocer íntegramente a un ser humano (sus razones, sus pasiones, sus secretos): ser él mismo. Ramón y Cajal se muestra sincero y transparente como nadie, pero, aun así, no somos él.
Roberto O. Bustillo Bolado no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.