Imaginemos la siguiente situación: Inés, profesora de inglés, entra al aula en su primer día de clase. Tras una mirada a su grupo de estudiantes, se fija en los dos chicos sentados en la última fila.
Al girarse para escribir en la pizarra se crea un cierto alboroto. Inés se vuelve, con el propósito de restablecer el orden, y a quienes primero dirige la mirada es a esos dos chicos de la última fila; sin embargo, eran de los que observaban con interés lo que escribía.
Cuando Inés reflexione acerca de lo ocurrido se podría plantear: ¿por qué al darme la vuelta he mirado en primer lugar a esos alumnos? Si lo hace, indicaría que es consciente en alguna medida de su comportamiento.
Análisis, contraste y reconocimiento
Una vez aquí, el reto es dotar a Inés de las herramientas necesarias para comprender ese comportamiento y así poder hacerle frente. Estas herramientas partirán del análisis de la situación, pasarán por el contraste entre el comportamiento manifestado y otros modos de actuar, y finalizarán reconociendo qué creencias y valores subyacen a su comportamiento.
Si, por el contrario, nuestra profesora imaginaria no es capaz de reconocer que ante el alboroto ha fijado la atención en los chicos de la última mesa, la situación es más compleja. Puede ser porque no es consciente de su propio comportamiento. O porque, aun siéndolo, no quiere reconocerlo, bien por “no dar su brazo a torcer” o bien porque carece de herramientas para enfrentarse a ello.
¿Existen los comportamientos inconscientes?
Aunque hay una serie de rasgos que definen nuestro carácter y que tienen que ver con nuestro repertorio de comportamientos, también hay respuestas automáticas o reactivas.
Cuando hacemos una valoración inicial de una persona o de una situación, utilizamos modelos y estereotipos más que argumentos. Además, esperamos una serie de respuestas o comportamientos que asociamos a esa valoración. Incluso, somos capaces de modular nuestro comportamiento para obtener una respuesta que confirme esa creencia.
Esa necesidad de confirmación se debe en realidad a una necesidad de seguridad, más imprescindible aún cuanto más automático sea nuestro proceder. A más automatismo, menos consciencia, y más dificultad de “dar nuestro brazo a torcer”.
Una suma de experiencias
Esos comportamientos son automáticos porque se construyen a partir de la suma de las experiencias vividas, observadas y escuchadas tanto por Inés como por su alumnado y por sus padres y madres. Se construyen a través de la interrelación con las personas del entorno, y muy especialmente con aquellas que consideramos “de prestigio”.
Esa suma de experiencias aprendidas mediante modelado, sin la intermediación de la palabra, crea la estructura desde la que se construyen nuestros comportamientos más automáticos.
La personalidad o el carácter
Esa estructura, configurada de un modo casi inconsciente, tiene, paradójicamente, la responsabilidad de constituir nuestro carácter. Influye directamente en el modo en que nos presentamos y nos reconocemos, en el modo en que presentamos y reconocemos a los demás.
Es la referencia desde la que evaluamos nuestras actuaciones y las de las personas que nos rodean, la referencia de nuestros valores. Es también la referencia desde la que surgen las creencias que nos sirven para considerar el por qué y para qué de esto o de aquello, de este comportamiento o de aquel.
Y también es la referencia de las expectativas, esas que nos informan acerca de qué se puede esperar de tal o cual comportamiento.
Para ser más conscientes de nuestros comportamientos y sus motivaciones y efectos es imprescindible la utilización del lenguaje.
El lenguaje permitirá a Inés comprender el porqué de su comportamiento y el de los alumnos, observar los estereotipos, contraponerlos con reflexiones e identificar las creencias y los valores sobre los que se ha construido su comportamiento.
Explicar y debatir
Como conocedora y principal responsable del diseño y gestión de las relaciones en el aula, es la primera a la que le corresponde realizar ese trabajo. Pero lo necesitan también los estudiantes de su clase y, por supuesto, los padres y las madres.
Para empezar, Inés debe de expresar con argumentos adaptados a la edad de su alumnado aspectos referidos tanto a la dinámica de la clase como al aprendizaje en sí. Debe explicarles qué es para ella importante en esa relación, qué es el respeto, qué comportamientos lo reflejan y cuáles no, la importancia del debate, qué hay que tener en cuenta para debatir, etc.
En cuanto al aprendizaje, tendrá que señalar qué conceptos es imprescindible conocer o cuál es el camino a recorrer cuando algo no se entiende.
Escuchar y argumentar
Ante estas propuestas justificadas por la docente, el alumnado podrá contraargumentar; padres y madres serán informados y escuchados, aunque la responsabilidad última de esas decisiones las tenga ella.
La importancia de hacer todas estas normas y expectativas explícitas radica en que, cada vez que se expresan razones, se da un espacio al otro y a sus opiniones: el otro se siente escuchado y considerado. Esto facilita el que, ante cualquier incumplimiento de los acuerdos en los que se basa esa relación, se utilicen razones y no juicios arbitrarios basados en estereotipos.
En el caso de Inés, la profesora de inglés del principio, ella podría admitir que ha mirado en primer lugar a los estudiantes de la fila de atrás; darse cuenta de que es uno de sus comportamientos automáticos, porque demasiado a menudo ha escuchado que los estudiantes que se ponen detrás el primer día de clase suelen ser los más disruptivos; pero contrastarlo con su experiencia como docente, que le ha demostrado en muchas ocasiones que eso no es así.
Por eso, sus estudiantes tendrían el derecho y el deber de criticar, respetuosamente, ese comportamiento automático y contraponerlo al que piensan que sería correcto.
Ana Arribillaga does not work for, consult, own shares in or receive funding from any company or organization that would benefit from this article, and has disclosed no relevant affiliations beyond their academic appointment.