El 24 de agosto de 1932, la Gaceta de Madrid publicó el decreto por el que se creó la Universidad Internacional de Verano (UIV) en Santander. Era un proyecto educativo novedoso en España y en Europa. Consistía en reunir durante los meses de verano a profesores y alumnos universitarios de distintas disciplinas y países durante unas semanas de convivencia. Con esa iniciativa se pretendía abordar temas relevantes de la cultura contemporánea y favorecer el diálogo entre científicos y humanistas a través de cursos generales y especializados
En los tres cursos académicos en los que funcionó a pleno rendimiento, es decir en los veranos de 1933, 1934 y 1935, los éxitos académicos y sociales de la novedosa universidad fueron incontestables.
Sus promotores pudieron vencer la campaña de descrédito azuzada por los medios de comunicación antirrepublicanos, que la acusaron de sectaria y despilfarradora de recursos públicos para sufragar el turismo científico de una élite privilegiada, “fantástica y de veraneo”, como diría uno de aquellos diarios propaladores de noticias falsas.
El nombre de Menéndez Pelayo
Hasta tal punto logró esa nueva universidad superar los escollos con los que se encontró que, tras su cierre como consecuencia de la Guerra Civil, el nuevo régimen dictatorial franquista la reabrió avanzada la década de 1940. La puso al servicio de un proyecto cultural e ideológico totalmente diferente al republicano, impregnándolo de nacionalcatolicismo.
De ahí su afán de ponerla bajo la advocación de Menéndez Pelayo. No se eligió este nombre solamente por los orígenes santanderinos del escritor, sino sobre todo por considerarlo su portaestandarte ideológico, ya que denunció la obra cultural de los heterodoxos españoles.
La España democrática optó por respetar esa denominación y no entrar en una batalla nominalista. Pero si nos fijamos en el momento fundacional de la creación de esa universidad internacional de verano, otro nombre podría ir asociado al de Menéndez Pelayo: el de Augusto González de Linares. Así se haría justicia a la otra gran tradición intelectual que ha dinamizado la vida cultural y científica de este país como es la institucionista, en la que se situaba Fernando de los Ríos, sobrino de Francisco Giner de los Ríos, el creador de la Institución Libre de Enseñanza.
El proyecto visionario de Fernando de los Ríos
Con el advenimiento de la República, los bienes patrimoniales de la Corona cambiaron de propietario. Entre ellos se encontraba el palacio de la Magdalena, que la ciudad de Santander había donado a la familia real para usarlo como residencia veraniega.
Dar un nuevo uso a tan relevante inmueble fue una preocupación constante de los nuevos gobernantes republicanos. Sería Fernando de los Ríos quien encontró la solución apropiada: transformar un lugar representativo del ocio aristocrático en un lugar para el intercambio de saberes y para favorecer la formación permanente de los cuadros directivos del renovado sistema educativo que quería impulsar el régimen republicano.
Se aspiraba a crear un ambiente idóneo para favorecer el intercambio de los científicos y humanistas españoles con sus homólogos extranjeros. Y, a través de una convivencia entre profesores y alumnos, se pretendían abordar los problemas relevantes que afectaban a la cultura moderna mediante cursos generales y profundizar en temas concretos a través de cursos intensivos.
Arraigo santanderino
Un elemento clave en el arraigo que llegó a tener este proyecto universitario fue el apoyo que le concedió desde el principio la ciudadanía y las fuerzas vivas de Santander, una ciudad que en los inicios de la década de 1930 tenía una importante infraestructura cultural.
Sus estandartes eran la extraordinaria biblioteca que Menéndez Pelayo había donado a su ciudad; la Estación de Biología Marina, fundada en 1886 y dirigida por el naturalista cántabro Augusto González de Linares, estrecho colaborador de Giner de los Ríos; y la Casa de Salud Valdecilla, un modélico y vanguardista hospital y centro de investigación biosanitaria, construido gracias a la labor filantrópica de Ramón Pelayo de la Torriente, marqués de Valdecilla.
Para ganarse ese apoyo, Fernando de los Ríos hizo un ejercicio de equilibrio ideológico. En el discurso que pronunció en el Instituto de Santander con motivo de la presentación del proyecto de la universidad, destacó los méritos de dos grandes figuras santanderinas, “dos hombres aparentemente discordes en el pensamiento, aparentemente antagónicos en sus ideas”: Augusto González de Linares, a quien calificó como “el hombre más genial que ha producido España para las ciencias naturales”; y Marcelino Menéndez y Pelayo, “que abarcó las cumbres de los problemas de la cultura”, y cuyos cursos en el Ateneo de Madrid allá por 1897 sobre los grandes polígrafos de España había seguido con expectación un joven Fernando de los Ríos.
Un puente entre ciencias y humanidades
La gestión de Fernando de los Ríos como ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes se caracterizó por tender puentes entre las ciencias y las humanidades; bajo su mandato, el patronato de la Universidad de Verano estuvo formado por científicos y humanistas de diversas tendencias ideológicas, procedentes de diferentes campos de conocimiento.
El presidente era Ramón Menéndez Pidal, quien sería su primer rector, sucedido por el físico Blas Cabrera en 1934. En los trece vocales nombrados originariamente por Fernando de los Ríos se entremezclaban humanistas como Miguel de Unamuno, Claudio Sánchez Albornoz, José Ortega y Gasset, Américo Castro, Miguel Artigas y pedagogos como Pablo Cortés Faure con científicos como el fisiólogo Santiago Pi Suñer, los geólogos Pedro Castro Barea y Eduardo Hernández-Pacheco, el biólogo Enrique Rioja LoBianco, el químico Enrique Moles, el médico Emilio Díaz-Caneja, e ingenieros como Pedro González-Quijano. Los responsables de su secretariado, que se revelaría muy eficaz en su gestión, fueron el historiador de la literatura y poeta Pedro Salinas y el filósofo José Gaos. ¡Casi nada!
Su labor permitió promover la cooperación interuniversitaria y dar un nuevo sentido y orientación a las tradicionales enseñanzas de lengua y cultura española que se impartían en los cursos de verano de aquella época.
Los horizontes intelectuales de sus asistentes, muchos de ellos becados en las universidades españolas y representantes de organismos educativos, se ampliaron con sesiones intensivas sobre los problemas contemporáneos. Y a través de reuniones científicas monográficas se organizaron grandes eventos como el IX Congreso Mundial de Química, celebrado en Madrid entre el 5 y el 11 de abril de 1934.
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