Atravesamos los tiempos del pensamiento débil. Quizá por eso aparecen cada vez más aplicaciones que “piensan” por las personas, más ciudadanos con funcionamientos arcaicos, a los que hay que darles cursos y seminarios sobre cómo respirar, porque tal parece que ni eso saben hacer.
La debilidad del pensamiento deja al sentido común perdido en el camino y la pandemia del Covid-19 ha develado, entre otras pestes, esa pérdida. Por un lado, encontramos a quienes la pandemia los ha atravesado con pensamientos persecutorios y por el otro, a los que han atravesado la pandemia con pensamientos negacionistas.
Los primeros, los que arrojaron piedras, los paranoicos, anclados a un estado primario de desprotección, en el que todo es muy grave, les deja sin herramientas para actuar como adultos sensatos, fueron los que abarrotaron los supermercados, aquellos para quienes los semejantes se presentaron como la encarnación misma del enemigo y no les quedó otra opción que no fuera dejarles sin suministros básicos. Lo que estas personas pasan por alto, es que su peor enemigo, son ellos mismos.
Los segundos, al igual que los anteriores, no están dispuestos a renunciar, pero a diferencia de estos, quieren obligar a la realidad a calzar en sus intereses, son los que escogen las tijeras. No se trata, como erróneamente creen muchos, de rechazar la realidad sino que se la suplanta por otra, por la propia. No es cierto que los negacionistas abandonen la percepción de la realidad (ese es más bien un mecanismo exclusivo de la psicosis) sino que al mismo tiempo que la aceptan, la repudian y finalmente la reniegan. El negacionismo se encuentra del lado de la perversión, el perverso es en esencia un renegador por definición, reniega de la ciencia, de las Instituciones, de las leyes, es decir, de las estructuras sociales.
Las descripciones anteriores, hacen referencia al funcionamiento psíquico de las personas y cuando consideramos la salud mental, habitualmente se toman en cuenta los factores de riesgo y los de protección para las condiciones de malestar subjetivo y la balanza no está inclinada a nuestro favor. Abundan los riesgos, sean estos privados como la violencia intrafamiliar o públicos como las noticias falsas y la corrupción. Es decir, el Covid-19 nos encontró ya frágiles, el sufrimiento psíquico producto de una realidad colapsada ya circulaba entre nosotros.
La pandemia, como acontecimiento, le impone al mundo un navegar enrevesado, pues se corre el peligro de caer en las garras y fauces de Escila, o de devastarse en las olas y remolinos de Caribdis. Pero es allí, en esos peligros, donde aparece otra oportunidad: la de hacerlo mejor. La Naturaleza se impuso. Golpeó la mesa y reclamó. Sus cartas son claras: no controlamos el planeta, tampoco nos pertenece. En este juego, nuestra mejor carta sería aceptar los imposibles, pues es por esa vía como logramos lo posible.
Frente a la pandemia del Covid-19 y el actuar precipitado y compulsivo de muchos, es innegable la tentación de sucumbir al sempiterno debate entre lo racional y lo irracional, pero como eso sería quedarse en el papel, por mi parte viene como anillo al dedo, la sentencia que desde principios del siglo XX pronunció el padre del Psicoanálisis “así como a nadie se le puede forzar para que crea, a nadie se le puede forzar para que no crea”.