Alonso Cunha, Estudiante de Relaciones Internacionales
Existen, en la medida en que se extienden por el orbe, varias maneras de conceptualizar el surrealismo[i]; podríamos decantarnos por la obviedad y rebuscar entre las páginas del manifiesto que escribió Breton y creerlo un conjunto de expresiones oníricas o respectivas de la psique o el alma; asimismo podríamos instalarnos entre algunas cómodas butacas de un théâtre a presenciar las más precarias obras de Beckett o Artaud y pensarlo la belleza que encierra el absurdo en sus curiosas bóvedas; podríamos, a su vez, adiestrar la vista para ingerir las dulcísimas pinceladas de Varo, Dalí, mi paisano Amighetti, Klee, Kahlo, Ernst y escuchar cómo nos injurian los colores a la cara; podríamos también sentenciar nuestra mano al pago de un boleto con el fin de observar los filmes de Buñuel, Godard y Dulac y horrorizarnos por encontrar con buena salud nuestro encéfalo; podríamos, en función de última sentencia, exhumar los versos íntimos de Cortázar, Apollinaire, Cocteau, García Lorca y en plena lectura comenzar a sentir un gusto a plumas en la boca; o bien, adquirir un amor innecesario, atroz e infinito por las vigilias, practicar discursos atestados de oxímoron o disfrutar del buen vino en ayunas. Queda a elección del lector cuál de estas formas prefiere para definir el surrealismo.
Cómo definir el surrealismo
Sería contraproducente ceñirse al arcaico concepto de surrealismo, que lo constriñe a una corriente artística y cultural, puesto que este es obra de los impulsos inherentes a nuestra especie y esencia -a flor de fuego- entre las franjas inescrutables e inextricables de la mente cuando repercuten al consumar o no un acto cualquiera. Esto nos induce a considerar la influencia que ejercieron Freud, Lacan, Fromm y la popularidad que estos y sus hipótesis ostentaron durante la génesis y el desarrollo del pensamiento surrealista y, cómo este, evolucionó ante la misma coyuntura social que el siglo pasado exhibió con creces. El surrealismo se halla detrás de cada llamada telefónica, rito durante la cena, parpadeo involuntario o incluso en cerrar súbitamente una puerta, es decir, es un modus vivendi que se lleva consigo hasta la tumba. Nace, junto al dadaísmo[ii], con el fin de mofarse tácitamente del conservadurismo, del positivismo y del carácter burgués que presumían las artes de aquel momento y que toleró por años. Por lo tanto, hay quienes proclaman que el surrealismo goza de una cierta índole insurrecta. Ante tal afirmación descansa el surrealismo en la moral que Breton le atribuyó a Baudelaire[iii] (quienes lo juzgaron de bohemio: equívocos), fiel a cuestionar los valores casi circenses de una sociedad hipócrita y mojigata. El surrealismo no simpatiza con algún orden o hábito de origen meramente imperativo, pues la costumbre lo socava, la conformidad lo socava, las personas sujetas a un nacer y a un eventual morir lo socavan. Tristes los hombres que se someten al café de la mañana, a la migraña vespertina y a los astros imbéciles de la noche. Ergo, se debe reñir con lo que se ha dispuesto como realidad (todo aquello que todavía se cree tangible, observable, medible o comprobable)[iv], por el contrario, se nos agolparía el odumodneurtse[v] de Vallejo en el pecho si nos delimitáramos únicamente a ciertas vivencias, ciertas cartas de la baraja y ciertos ultrajes.
¿Y si la realidad no existe?
Malgasta el reloj sus manecillas mientras limitemos la realidad solamente a un plano espacio temporal. Distíngase, primeramente, la realidad de lo factible; si bien hemos sido malacostumbrados por el positivismo a que todo hecho exija pruebas concretas de su existencia, hay, de sobra, hechos que penden de la incertidumbre y algunos que penden de la variabilidad -los primeros retomarán ímpetu más adelante-. Acerca de los últimos, la mecánica cuántica, por ejemplo, propone que la realidad varía dependiendo de un punto de referencia (1796, abajo, ayer, 1648, atrás, hoy, 1934, antes o después) o de algún observador (si un obrero resbalara del borde en el que se ubican las bellísimas gárgolas de Notre-Dame, nadie observa su traspié, se desploma contra el suelo y fallece fortuitamente, aquellos que lo descubrieron ya tumbado y revestido de sangre, tomarán aquella escena como un suicidio, resultado de las arduas horas de labor y su mísero salario que no financia siquiera una berenjena para el almuerzo. Empero, este obrero verdaderamente fue víctima de un accidente y del cual habrá sido único testigo, por lo tanto, nadie podrá relatar aquel evento tal y como sucedió, sino de la forma en la que se vaya a inclinar la opinión de estos últimos que lo hallaron exánime. Ergo, el obrero -que ojalá goce de una misericorde paz ahora- se pensará -o se pensó- un infortunado, los peatones que encontraron su cuerpo pálido y carmesí lo pensarán un atormentado, o bien un miserable, y el socialismo lo pensará un mártir más); entonces, entendemos la realidad como una materialización individual, anudada a vínculos y conjeturas personales, y de la cual el espacio y el tiempo no equidistante del todo. No obstante, el hombre moderno continuará prevaleciendo a base de hechos perceptibles o calculables -como lo son el espacio y tiempo mismos- y de memorias que evocan cada vez mayores engaños. Por lo que toda mediocre mansedumbre acaba en una cruenta mutilación de letras a la que no sobrevive palabra; palabra que sirva para articular el ¡basta! final. Y de este modo, conforme nos vamos resignando a ello y se disipan los dogmas que el surrealismo ampara y revigoriza -justo en esta secuencia-, el yugo primitivo de los postes de alumbrado, la arquitectura urbana, las muchedumbres bulliciosas y el odioso métro que se mantendrá serpenteando a nuestros pies, irá aprisionándonos con cautela. ¡Qué trillada la existencia de los indolentes cuyos sueños no aguardan nada más que el amanecer!
Entre lo real y lo posible.
El surrealismo deconstruye y tergiversa esos hechos pactados como reales o posibles, comúnmente dotados de una lógica enfermiza y empirismos grotescos. Entonces, sin una realidad provista de condiciones y fronteras, la mente se despoja del mimetismo exógeno a la que estuvo habituada e igual a un canario recién salido de su jaula, despliega los sonidos más vivos y maravillosos convertidos en imágenes surreales. Pensemos, por ejemplo, en cinco tentáculos que emergen desde el vestido de una mujer victoriana y aristócrata, caballos de crines serpentinas o telégrafos de regaliz. Trasmutar esas imágenes[vi] a lienzos, prosas o leves movimientos no es otra cosa que la propia esencia del surrealismo, pero su empresa, su complejísima empresa, es la de que aceptemos tales imágenes con completa naturalidad y verosimilitud. Una vez aceptadas aquellas imágenes, empezarán, poco a poco, a formar parte de la rutina humana y observaremos en cada ominoso sol una golosina. A su vez, debemos desprendernos del burdo uso del adjetivo “surrealista” cuando pueda calificar una cosa de absurda, improbable, disparatada o risible y la someta a un objeto peyorativo. El surrealismo jamás se merma a un adjetivo, quizás a un atributo, pero jamás a un adjetivo. Elude al mundo extrínseco, insustancial, por lo que su función de adjetivo es inútil ya que está profundamente ligada a la percepción y medición, ambas porciones un tanto desligadas de la realidad psíquica[vii] con la que el surrealismo mantiene algo de apego (a saber: servilismo del cual el último toma provecho) y algo de discordia (a saber: oposición a formular imágenes -figúrese nuevamente la mujer aristócrata y sus tentáculos- “insólitas” para la razón).
¿Cómo interpretar la realidad entonces?
No existe mejor procedimiento, hasta donde la aritmética nos permita, que dibujar un número 2. Donde alguien entiende un número, otro entiende una cifra, otro una palabra, otro un múltiplo, otro una bicicleta, otro una boca, otro unas gafas, otro una fecha, otro su cantidad de nietos. Esto da a entender que la realidad -si tal cosa en verdad existe- es polisémica y posee tantas maneras de interpretarse que, en consecuencia, recaeremos en la que mejor nos parezca (materialización individual) y aceptemos (vínculos y conjeturas personales) para interpretarla como tal. Concluimos que la realidad es, adrede, un cadáver exquisito[viii].
El surrealismo se nutre incluso más de irracionalidad que de imaginación, ello a causa de que la irracionalidad no es otra que la propia ausencia de razón, por lo que da a luz cosas tan descabelladas como hermosas, cosas con las que el surrealismo a diario se abre paso entre las cañerías de los hogares hasta hallar su sitio en el living de cada familia, es decir, cosas de las que se sirve para calar hasta el espíritu insospechadamente. La imaginación, en cambio, siempre domeñada por la razón, converge con la realidad psíquica y con los hechos que penden de la incertidumbre. La mente humana, aunque propensa a obsesiones, al limitarse a fabricar imágenes de conocimiento inmediato, es incapaz de concebir imágenes “inimaginables”, por el contrario, concibe imágenes irracionales valiéndose de piezas cuya naturaleza es imaginable. En cierto modo nos es imposible pensar en algo inimaginable en el puro sentido etimológico, creamos imágenes de molde irracional con fragmentos de pura imaginación -piénsese otro tipo de cadáver exquisito-, por lo que consideramos, gracias a la rama ontológica de la metafísica, a algo inimaginable como casi inexistente. Los hechos que penden de la incertidumbre (relativos) tampoco podrían calificarse como inimaginables, son, en realidad, hechos carentes de pruebas concretas y certeza alguna; Erwin Schrödinger -surrealista de la ciencia, debería ya reconocérsele- planteó un experimento[ix] crítico, el cual trata de un pequeño gato (quien funge como víctima) que es depositado dentro de una caja cerrada y fuera de esta no podrá observarse la condición en la que se encuentra el felino adentro. Dicha caja cuenta con un mecanismo, integrado por una botella llena de gas nocivo y un dispositivo que cuenta con una partícula radioactiva cuya probabilidad de desintegrarse oscila en un 50%, de forma que, si la partícula se llegase a desintegrar, el gas es liberado y el gato moriría. Sin embargo, no existe certeza de si el animal tiene la cola tibia y ondulante o helada y rígida, pues la caja está cerrada, es opaca y evita que se dé algún juicio con respecto al estado del gato, asimismo, las probabilidades tanto de que la botella se rompa y libere el gas como de que no, son iguales, de manera que mientras la caja permanezca cerrada (el objetivo del experimento es mantenerla así), el gato está vivo y muerto simultáneamente, puesto que no hay certeza de cómo se halla sin importar el momento, lo que hace cuestionar las disposiciones positivistas sobre precisión, respaldo y probabilidad. Entonces, no existen figuras o hechos inimaginables (ya hemos intuido que la imaginación está subordinada a la razón), solo irracionales o inciertos. No debemos malinterpretar la finalidad surrealista; esta no pretende deseñar la realidad a tiempo completo -solo parcialmente-, su finalidad es liberar la mente de las cadenas que la razón, la monotonía y los deseos nunca alcanzados extienden todos los días.
¿Cuál es la naturaleza del surrealista?
Hasta ahora hemos intentado abrir una brecha, de considerable tamaño, en la comprensión del surrealismo y podemos afirmar que no se limita solo al campo artístico, sino también al científico e incluso al filosófico -especialmente a la tradición filosófica germana. Pensemos en el trágico Mainländer -surrealista en la filosofía y pesimista hasta la médula; quien sacrificó su apellido ilustrado y redondo por uno áspero y crispante-, cuyo pensamiento es previo a los bastiones del surrealismo, que, a pesar de sus declaraciones sumamente estrictas en torno al carácter de la vida[x], le otorga a la existencia el origen más poético de todos: los humanos son pedazos dispersos de un Dios antiquísimo y el mundo, el mundo que conocemos y habitamos tranquilos, es su cadáver moribundo y agonizante. Todos somos y fuimos ese dios fragmentado que busca reunificarse para regresar a ser un todo. De tal forma se trasciende la razón (como ha pretendido el surrealismo) para poder darle un significado íntimo a las cosas, en este caso a la metafísica.
Acaso en estos tiempos tumultuosos, basta vivir como poeta (¡libre en todo sentido!) para ser un surrealista. Los surrealistas son de alma fatigada, de nado reverso a la corriente y donde una persona cualquiera observa una nevera, ellos observan una morgue. No es sencillo vivir como uno de ellos, ya que debe cuestionarse hasta las uñas de los dedos, es vivir sin aires de desidia, contar con un curioso ánimo y obligarse siempre a tergiversar los caprichos del alma, ¿y qué alma no tiene al menos uno? El surrealismo se aparta del cinismo (aquí desalojamos los ideales de Cioran, o algunos de Nietzsche) y de él solo rescata su humor corrosivo, bastante característico de una obra surrealista; es evidente, pues, que esta corriente no posee pensadores, solamente adeptos. Pero, aun así, aunado al crepúsculo que presenta el surrealismo dentro de la postmodernidad y a las innumerables veces que se le ha precisado recuperar y resultó siendo en vano, este seguirá ignorando y rehuyendo de los males que le achacan en este mundo, como el perro que se esmera en perseguir su propia cola.
[i] O como, al menos, pudo Apollinaire (pobremente) acuñar el término.
[ii] Aunque es correcto afirmar que la naturaleza del surrealismo dista bastante de la dadaísta. Tzara pretendía cimentar la antítesis (Ad hoc) de todas las artes, contar el scherzo contundente que se viene de golpe contra toda manifestación de este tipo y desdeñar aquella libertad que el alma gozaba una vez transcrita a la obra. Quería demostrar lo simple e irrisorio que todo esfuerzo consustancial (véase Para hacer un poema dadaísta en la sección octava del Dadá manifiesto sobre el amor débil y el amor amargo, del mismo Tristan Tzara) significaba. En materia artística, el surrealismo era la alquimia y el Dadá la hoguera. Ambas inocentes de cualquier inquisición.
[iii] Los siguientes versos (Les fleurs du mal: V, La voix) tal vez sean sus más surrealistas:
Que je ris dans les deuils et pleure dans les fêtes,
et trouve un goût suave au vin le plus amer;
que je prends très souvent les faits pour des mensonges,
et que, les yeux au ciel, je tombe dans des trous.
Mais la voix me console et dit: “Garde tes songes:
les sages n’en ont pas d’aussi beaux que les fous!”.
[iv] Esto según las disposiciones positivistas.
[v] César Vallejo, Trilce: XIII. Pienso en tu sexo… “Oh, escándalo de miel de los crepúsculos. Oh estruendo mudo. ¡Odumodneurtse!”.
[vi] Lo que puede traducirse como transmutar el alma.
[vii] C. Gustav Jung concibe, por asomos, la realidad (realidad psíquica) como una sarta infinita de figuraciones, producto de la función que tiene la mente humana para fabricar imágenes de inmediato conocimiento -aquí ahondamos en la materialización individual- y que el hacedor designa como su realidad próxima –aquí en la mecánica cuántica- día tras día. Y a medida que se fabriquen más imágenes que se asemejen entre sí, se estará entretejiendo lo que posteriormente llaman realidad. (véase Acerca de la psicología de la religión occidental y de la religión oriental).
[viii] Cadavre exquis o quebrantahuesos. Pequeño juego de palabras, bastante común dentro del círculo surrealista, con que se buscan maneras de extraer de alguna palabra o imagen muchísimas más, es un ensamblaje de palabras o imágenes desiguales e incongruentes para dar con un resultado heterogéneo y totalmente inesperado. Se trata de una combinación de elementos, pertenecientes o no a la razón, que continuarán ampliándose para formar una imagen u oración cuya composición termina siendo rara o inconsistente a propósito.
[ix] La paradoja de Schrödinger (véase La situación actual de la mecánica cuántica) debatida desde 1935.
[x] Búsqueda de autodestrucción perpetua (véase Filosofía de la redención, publicada el día anterior a su muerte, en una fecha olvidada de 1876).