Mariam Carpio
Era tarde ya de noche, ella casi una niña o casi una mujer, a lo lejos de la música de las fiestas patronales caminaba desorientada, en medio de los cañales. Con pasos pequeños, de pelo castaño oscuro, su mirada se perdía entre tantas pestañas. Con menudita figura, en medio de la oscuridad, ella sólo seguía andando, mientras la sangre le chorreaba de entre sus piernas. Poseída de temor y desconfianza, un carro paró y subiéndose sin estar segura, lo único que recuerda es que la dejó cerca de su casa.
Al día siguiente, con un dolor impresionante en la cabeza, se levantó temprano y sin recordar nada, salió corriendo para no llegar tarde a su trabajo, en aquel que trabajaba desde hace un año para limpiar y lavar la ropa de los hijos de los dueños de la jabonería.
Pasado unos meses, después de haber fregado el piso de rodillas, su patrona la llama y mirándola con desdén la despide. Sin razón alguna, sin una carta de recomendación, y mucho menos sin remuneración.
A los 15 años Esther regresaba angustiada a su casa. No sabía cómo decirle a su mamá que la doña de acento francés ya no quería que siguiera limpiando en su casa. Sin embargo, no hubo necesidad de explicaciones, ya sabía el motivo: su hija había venido engordado, especialmente en la zona del abdomen…Meses después, a inicios del año 1955, llegó al mundo, una bebita de tez blanca y risos rubios, marcada desde su nacimiento como “hija natural”. El menor de la casa grande, de la esquina sur este del hospital -la de los dueños de la jabonería- nunca quiso darle a la criatura sus apellidos.
Esther no sólo perdió el trabajo, y la posibilidad de llevar comida a su casa. Discriminada por ser madre soltera en una sociedad amparada por el trisagio, tuvo grandes desafíos para conseguir una nueva fuente de ingresos. La élite cartaginesa seguía con resabios coloniales y sin dejar espacio a la dignidad humana, a mitad del Siglo XX, las empleadas domésticas seguían siendo consideradas como las del nivel más bajo del eslabón laboral, en su condición de servidumbre.
Así, mientras las esposas de los empresarios/terratenientes de la época se tocaban el pecho recitando la culpa, con las postales de la virgen de los Ángeles en sus bolsos, definitivamente no iban a poner la tentación en su hogar, por lo que jamás podían considerar “contratar” a una muchacha como Esther, esa que representaba un peligro para “seducir” a sus hijos, incluso a sus esposos, con la posibilidad de que volviera a quedar embarazada otra vez.
Lo paradójico es que ya para 1950, la positivización y aplicación de ciertos derechos fundamentales en el ámbito laboral existían, sin embargo, aún no formaban parte de la columna vertebral para desarrollar políticas laborales nacionales que aseguraran la no discriminación. Posiblemente, Esther y muchas otras trabajadoras domésticas, con un básico nivel escolar, no sabían que para ese entonces existían organismos e instrumentos internacionales para garantizar los derechos laborales, como la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que desde los años 30 fue creada para regular y asegurar un trabajo decente o como la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), que plasmó que por naturaleza el ser humano nace con derechos fundamentales, en igualdad de condiciones.
La muchacha tampoco estaba consiente que en el ámbito nacional, desde inicios del Siglo XX, se crearon instrumentos jurídicos para la regulación de los derechos de las trabajadoras domésticas, cuando en 1902 se promulgó la Ley de Servicios Agrícolas, Domésticos o Industriales. Mucho menos conocía que había algo llamado “Código de Trabajo”, que desde la década de los cuarenta reconocía su labor en el capítulo VIII, artículo 101, indicando que las trabajadoras domésticas “se dedican en forma habitual y continua a las labores de aseo, asistencia y demás propias de un hogar o de otro sitio de residencia o habitación particular, o de instituciones de beneficencia pública que no importen lucro o negocio para el patrono”
Desde que salió de la escuela, obligada a llevar alimento a su casa apenas cumplió los 13 años, nadie le explicó a Esther que en el artículo 102 de ese Código, ella tenía derecho a que se le remunerara en dinero y en especie; pero no con chayotes, o ropa usada que les daban sus patronas, sino mediante la habitación y la alimentación brindada por el hogar contratante. Ella tampoco sabía que su jornada laboral terminaba con la puesta del sol, ni que tenía un día de descanso.
Parece ser que esas leyes quedaban en el papel, pues estaba ausente un proceso de regulación para asegurar que las empleadas fueran consideradas como seres humanos con los mismos derechos que los patrones, ya que a una década de haber sido promulgado el Código de Trabajo, sin ni siquiera haber alcanzado los 18 años, Esther siguió “rodando” de casa en casa, sobreviviendo con las señoras de bien, que de vez en cuando -a regañadientes- le daban planchadas para hacer.
Y así como pasan las cosas de la vida, aún tildada como la arrabalera del pueblo, una señora se apiadó de ella y haciéndole “el favor” fue contratada para limpiar, y además cuidar de sus hijos de lunes a domingo. Y ella, al no saber leer ni tampoco contar con una radio, nunca se dio cuenta que ya para 1964 tenía derecho a vacaciones pagadas anuales de 15 días. ¿Vacaciones? Esa palabra no existía en su imaginario colectivo, pues se pasaba los días cuidando a “carajillos” ajenos y lidiando para ver cómo los suyos se las jugaban solos, mientras ella regresaba a altas horas de la noche, después de haberle dado de comer a los otros…
Lástima que la Convención Americana de Derechos Humanos, conocida como Pacto de San José, en 1969, tampoco logró imperar en la normativa nacional y defender sus derechos, tal y como el artículo XIV de dicho instrumento indica: “Toda persona que trabaja tiene derecho a recibir una remuneración que, en relación con su capacidad y destreza le asegure un nivel de vida conveniente para sí misma y su familia”. Bajo una cultura del miedo, sobreviviendo en medio de la pobreza, Esther, con tal de no ser despedida, trabajó por años, sin queja alguna, aguantando desprecios y humillaciones.
Años después, su primogénita logró una beca para estudiar medicina, hecho casi inimaginable para la sociedad de la antigua metrópoli. Y así, pese a los estigmas, su hija logró graduarse, y posibilitó que su madre ya cansada, con un dolor de rodillas crónico, dejara de pasar “pipa” en aquellos pisos de madera ajenos, cuyas patronas querían verse reflejadas, tal espejo en la pared.
Aún con grietas en el corazón, en su mediana edad Esther seguía guardando silencio, tratando de olvidar su pasado, en tiempos de grandes avances en el reconocimiento de los derechos de la mujer, con la promulgación de la Ley de Promoción de la Igualdad Real de la Mujer en 1990. Enfocada a agradecer lo que la vida le dio, después de sus orígenes tan adversos, nunca logró entender la importancia de luchar por los derechos de la mujer, pues ya había dado por un hecho que en su condición de empleada doméstica era la invisibilizada que limpiaba para mantener a su familia pobre.
Refugiada en aceptar las escrituras sagradas y los designios del todopoderoso, quizás, nunca vaya a hacer un punto de inflexión al considerar que si para 1955 hubieran estado normativizadas todas estas reformas laborales, tal vez una política pública la hubiera protegido y su historia: hubiera sido distinta. Puede que no hubiera tenido que recurrir a pedir “fiao” en el comisariato de la esquina, mientras la doña decidía pagarle, o, bien, pudo evitar ser estigmatizada desde muy joven por haber quedado embarazada, en una época del deber ser, y que sin haber tenido la culpa, para la otredad “ella se lo había buscado”…Talvez, amparada con los derechos que estipulan Código de Trabajo y el Código de la Niñez y la Adolescencia hubiera podido seguir estudiando o incluso hubiera podido ser apoyada por el Estado para denunciar a aquel hombre que la emborrachó, la llevó a un matorral y la violó. Aquel hombre que negó ser el progenitor de mi mamá.
Pero el caso de mi abuela no es aislado, pues pese a la agresión verbal, psicológica, incluso física y sexual, muchas también han guardado silencio, y se han acostumbrado a trabajar en este tipo de condiciones; todo con tal de llevar alimento a su hogar. Y así, ella llamada sin su nombre, sólo como la “empleada”, “muchacha” o “señora que ayuda” no se dio cuenta que a través de la historia del país, junto a otras, ella ha desempeñado un rol en el desarrollo económico social.
Aún muchas siguen estando expuestas a uno de los ámbitos laborales de mayor vulnerabilidad, tanto por su condición de género, como por el hecho que su trabajo no es completamente reconocido como tal, pues se considera una extensión de tareas naturalmente femeninas…
Tal como lo afirma Nena la trabajadora doméstica que trabaja en la casa número 83 de mi barrio, “aunque haya tanta cosa avanzada con leyes internacionales sobre los derechos de nosotras, aún se necesita que las autoridades y los noticieros le cuenten a los patrones sus obligaciones”. Corriendo para terminar la limpieza para no que no la deje el bus, antes de ponerse el tapabocas, mueve su cabeza de una lado a otro y con indignación confiesa que “porque somos trabajadoras domésticas nos hacen como ellos quieren y yo sé que no es así”.