Carolina Gölcher Umaña, Psicóloga y Psicoanalista
Con harta facilidad se recurre a la imagen estereotipada del adolescente vulnerable, desorientado y problemático, para justificar la cobardía del conjunto social, ante el tiempo de la adolescencia. Sería una ligereza pensar que la adolescencia es una simple crisis de edad, cuando en realidad es una de las crisis del sentido de la vida, es un tiempo de la existencia y no una simple escena entre dos épocas de la vida.
La adolescencia se presenta como un tiempo fluctuante, incierto y poblado de pérdidas, y, si bien, cada quien debe encontrar la forma de habitar la existencia, el acompañamiento de la adolescencia se demuestra en acto, no se postula. Sin embargo, el marcado empobrecimiento del psiquismo adulto, el profundo individualismo de la época y el culto a la imagen, convierten este tiempo, en una época desolada y muda, de la que se debería salir con urgencia.
Es durante el tiempo de la adolescencia, en el cual la imagen es sinónimo de existencia y la apariencia se coloca como piedra angular, necesaria, sin duda, para la formación de la identidad y el encuentro con los otros, no obstante, este existir a través de la imagen, encuentra un nido en la obsesión por la eterna juventud que marca la intersubjetividad de la época actual.
En una sociedad que deprecia la edad y que vuelve juveniles todos sus lazos, en la cual el imperativo “mantenerse joven” es la meta a alcanzar, los adultos olvidan su responsabilidad, en el apuntalamiento de la constitución subjetiva del adolescente.
Frente a los adultos ávidos de reconocimiento, que intentan borrar las diferencias entre generaciones, madres que buscan ser confundidas con sus hijas, padres que ostentan su virilidad frente a sus hijos, los adolescentes son abandonados a su suerte e interpelados a ser el sostén narcisista de sus padres. Esta inversión de roles, también encuentra lugar en los centros educativos, a través de docentes incapaces de articular vínculos formativos, quienes bajo un semblante de complicidad, emboscan a los adolescentes en sus propias urgencias narcisistas.
La privación de un “no” educativo en los espacios de crecimiento y formación de los adolescentes, impide su inscripción en la sociedad legalizada, un padre/amigo, madre/amiga, docente/amigo, no cumple ni una función ni la otra, se constituye más bien, como un modo perverso de vincularse con la adolescencia.
Lo que parece no funcionar entre esos adultos, y los adolescentes a su cargo, es la frontera, ese límite necesario que separa y reúne. No es un asunto de distancia generacional, sino de diferencia, una diferencia que impida que los adultos se presenten como falsas coartadas de los adolescentes frente a la ley.
Los adolescentes necesitan adultos con coraje, y parte del coraje, es, entonces, la importancia de poner la propia juventud en su lugar, es decir, en un tiempo perteneciente al pasado.